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Acerca del autor

NUESTRA HISTORIA NOVELADA

Era un día frío y lluvioso en la ciudad española de Córdoba. Escuchaba el anárquico sonido de las gotas de agua golpeando en los cristales del ventanal más próximo a mí.

 

Me revolví incómodo en la silla de respaldo recto en la que me encontraba sentado. ¿Cuánto tiempo más habría de esperar? Mi paciencia comenzaba a agotarse.

 

Me acerqué al fuego que crepitaba en el brasero de bronce situado en el centro de la estrecha sala, en busca de calor que desprendía. Con ese calor, comencé a entrar en un estado de somnolencia pensativa, y empecé a formularme preguntas sobre lo que podría ver o escuchar a continuación…

 

  • ¡Señor, señor!- exclamó una voz femenina procedente del la puerta que daba al corredor, despertándome de mi trance.

  • ¿Sí señora? ¿Me concede ya el permiso para ver a vuestro señor?- pregunté, quizás con cierta sequedad.

 

La joven morena, de nombre Francisca y cuidadora del Inca en su frágil estado de salud, me lanzó una mirada extraña, como con una mezcla de despecho y una tristeza profunda. A continuación, y tras una breve pausa en la cual apenas me sostuvo la mirada, dijo:

 

  • Acompáñeme entonces, el señor Inca, dueño y señor de la casa tiene algo importante que contarle.

 

Dicho esto, la sirvienta comenzó a andar en dirección a la puerta contigua a la sala en la que había estado esperando, que como bien yo sabía, era la del dormitorio del Inca.

 

  • Les traeré leche y torrijas- con eso, la mujer abrió la puerta y se fue, dejándome entrar, por fin, en la habitación.

 

En la oscura habitación, pronuncié un corto y seco saludo y permanecí, como mandaban las leyes de cortesía, de pie hasta que el amo de  la casa, que estaba tumbado en su lecho, se dirigiera hacia mí. Mientras lo hacía, observé más detalles sobre la habitación; aunque esta no había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí: en una esquina, un baúl atesoraba todos los textos escritos por el Inca, (así como los diversos pergaminos que le habían sido enviados desde las indias, los cuales le informaban sobre la situación de los indios allí y datos sobre su primitiva cultura) una alfombra de elegante tejido decoraba el frío suelo. Cerca de su catre seguía estando su desgastado escritorio, sobre el cual, sin duda habría escrito alguno de los fragmentos o ideas sobre sus libros en algún momento de inspiración repentina… Incluso, aunque sus condiciones físicas en las últimas semanas no se lo habrían permitido, seguía conservando el reclinatorio, en el cual se arrodillaba a menudo para rezar a Dios. Una clara muestra de su inquebrantable fe.

 

Cuando por fin tomó la palabra tras una larga pausa, declaró:

 

  • Puedes sentarte. Siento no haberte podido recibir antes, esto no se debe a otra cosa sino a los impedimentos de mi salud. Noto que se me acaba el tiempo, se me va escapando la vida; me siento moribundo física y mentalmente. Es por eso que te he hecho llamar, porque quiero que tú, como sacristán de la Catedral de Córdoba, prepares y estés presente mi entierro, el cual he dispuesto que sea en dicha Catedral, en la Capilla de las Ánimas, la cual yo mismo mandé construir.

 

Tuve que sentarme para no caer; entre todas las cosas que me podía haber contado, era esa la que menos me esperaba. Con  cierto ahogo y pese al nudo que sentía en mi garganta, fui capaz de articular una frase, casi incoherente por el esfuerzo:

 

  • No sé qué decirle… Sería un honor, señor...

 

Me miró con diversión en los ojos, y cuando me hallaba más repuesto de mi sorpresa inicial, continuó:

 

  • Además, me gustaría, tal y como he dispuesto en mi testamento, que se te realizaran ciertas misas en mi nombre y en nombre de mis antepasados, te pido, pues, que si algo fallara en mi testamento, hicieras llegar personalmente esa noticia que ahora te digo al obispo, para que se pueda rezar por mi anciana y apagada alma en la Catedral.

 

La inicial sorpresa se transformó en palpable desconcierto cuando acabó de formular su petición, ¿que me encargara de su entierro? ¿que dispusiera misas en su nombre? No habría honor más grande para mí, siempre me había tratado bien en mis años más jóvenes, mas no había sido nunca el padre que esperaba, ni siquiera me reconoció  como hijo legítimo suyo: no  era más que un bastardo. Ni siquiera esperaba – y parecía que estaba en lo cierto – que me fuera a legar ni un solo bien en su testamento, lo cual me dolía profundamente.

 

En mi pecho se apelotonaban una confusa serie de sentimientos: por una parte agradecimiento y esperanza de que por fin me reconociera como su hijo; pero otra parte, más oscura, sentía un egoísta rechazo hacia su testamento: “no me otorgará ningún bien, siendo hijo suyo; es más, ni siquiera me reconoce descendiente suyo y aun así, ¡me pide favores!”

 

Sacudí la cabeza y me libré con eso de esos pensamientos de mal agüero.

 

  • Sería para mí un honor asegurarme de que recibe sepultura como merece: como un caballero. Me siento muy honrado con su propuesta.

 

Él se limitó a sonreír y asentir, complacido, aunque advertí que ciertos músculos de su cuerpo se relajaron tras mi respuesta, denotando alivio.

 

  • Diego, por cierto, recuerdo que en varias ocasiones en tu infancia me preguntaste acerca de los hechos acontecidos en mi viajera vida. En tales ocasiones siempre me negué, argumentando tu escasa madurez. Te considero ahora suficientemente adulto como para comprender incluso los detalles más inéditos sobre la vida de un mestizo. Te pregunto, pues, ahora: ¿Querrías escuchar los relatos, andanzas y anécdotas de un viejo viajero?

 

Otra vez, su propuesta me pilló de improviso, sin embargo, curioso y deseoso de conocer detalles que siempre se me habían negado sobre la vida de mi padre, contesté:

 

  • Me complacería mucho escucharlas. Puede, pues, por mí, comenzar.

  • Muy bien, no esperaba menos de ti. Procedo, entonces, a contarte la historia de mi vida… Primeramente, y para que comprendas plenamente el significado de muchos de los actos y acciones sucedidos en mi vida, me veo forzado a explicarte ciertos detalles acerca de los españoles colonizadores llegados a América…

 

Como sabes, mi nacimiento no tuvo lugar hasta el año 1539, por lo tanto, numerosos detalles sobre lo acontecido habrán podido escapar de mi saber.

 

En 1492, España y Portugal dependían económicamente del resto de Europa. Para buscar la liberación económica del resto de naciones, en ambos países empezaron a surgir numerosas propuestas. No obstante, serían los españoles los que dieran con la solución a su problema, a través del marino de origen desconocido, Cristóbal Colón, el cual propuso una ruta alternativa para llegar a la India navegando hacia el Oeste, en lugar de hacia el Este, como tradicionalmente se hacía.

 

Aunque otros monarcas le negaron su propuesta, tachándola de fantasiosa y suicida, (consideraban que el mar estaba lleno de monstruos y que la Tierra era plana; por lo que si se navegaba demasiado hacia cualquier dirección, se caerían de ella)  la reina castellana Isabel I de Castilla finalmente tuvo el valor de aceptarla. Fruto de la exploración de Cristóbal Colón se descubrió el Nuevo Mundo, tierra a la cual originalmente se le llamó India, y a sus habitantes indios.

 

Cuando los colonizadores españoles descubrieron las numerosas riquezas existentes en las indias occidentales, empezaron a anexionar territorios paulatinamente a su imperio, llevados por una insaciable sed de oro y riquezas.

 

Uno de esos colonizadores que iban hacia el Nuevo Mundo era mi padre, Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas. Según me contó, participó, bajo el servicio de Pedro de Alvarado, en las conquistas de México del general Hernán Cortés, y más tarde, acompañado también del señor Alvarado y buscando mayor riqueza, partió hacia el Sur, en pos de la conquista del Imperio Inca, junto con el conquistador Francisco Pizarro.

 

Con la muerte del rey inca Huayna Cápac, se produjo una reñida guerra de sucesión por el control de la corona del Imperio Inca, conflicto que enfrentó a dos hermanos: Atahualpa y Huáscar (y a sus respectivos simpatizantes).

 

Finalmente, la guerra la ganó Atahualpa (en 1532), aunque poco fruto obtuvo de su victoria, ya que poco después sería condenado al garrote vil, acusado de asesinato, conspiración contra la corona española, ocultar tesoros a dicha corona y traición.

 

El rey Atahualpa está considerado por los incas como el último rey, pues, aunque después de su muerte los cristianos nombraron a otros “monarcas”, estos nunca tuvieron libertad para tomar sus decisiones, y estuvieron siempre influenciados por los colonizadores extranjeros.

 

Mi padre, que participó en alguna de las numerosas guerrillas conoció a mi madre en la ciudad de Cuzco (1538), siendo ella una princesa inca distinguida. Mi madre había apoyado a Huáscar en su guerra contra Atahualpa, y, con su derrota sufrió numerosos reveses, aunque fue una de los pocos miembros de la nobleza cuzqueña que pudo salvar su vida y no ser asesinada por las tropas del victorioso Atahualpa.

 

  • Disculpe que le interrumpa de esta manera, pero ¿cómo es que entre su padre y su madre  hubiera amor si eran de distinta cultura?¿Sabían, aunque sea, comunicarse, teniendo en cuenta que cada uno hablaba una lengua nativa diferente?

 

El Inca se revolvió incómodo en la cama. Claramente aquella era una cuestión sobre la que no le gustaba discutir. Por primera vez en mucho tiempo, una sombra de pleno desconcierto recorrió la tez del escritor.

 

  • Respondiendo a tu segunda pregunta, no, mi padre sólo hablaba castellano y mi madre quechua, lo que les impedía la comunicación verbal de forma directa. La respuesta a tu primera cuestión solo la poseen ellos mismos: nunca me hablaron directamente del tema y la verdad que yo tampoco hice mucho por preguntarles mientras vivían. Supongo que el que no hablaran el mismo idioma sería un importante factor para su posterior distanciamiento… Por otra parte, hay indicios que me hacen suponer una relación de amistad o incluso amor, como que el propio capitán aportara gran parte de la dote para el matrimonio de la princesa, o el nacimiento de mi hermana Leonor como segunda hija de la pareja… Igualmente, sobre la verdadera naturaleza de su relación no puedo más que hacer conjeturas… Eso es todo lo que sé y créeme, me gustaría haber tenido la oportunidad de haber averiguado más cosas. ¿Puedo, ya que te he contado todo lo que sé sobre la relación de mis padres, seguir con la narración de los sucesos de mi vida?

 

Me rasqué la perilla pensativamente. Habría tenido que sufrir mucho sin saber si sus padres se amaban y viendo que ni siquiera se entendían. Una rabia súbita invadió mi corazón. ¡Y a mí no me reconoce como hijo suyo! ¿Quiere hacerme sufrir a mí también? ¡Él también ha padecido problemas familiares y no hace por ayudarme en los míos aun cuando él es el problema! Apreté el puño y los dientes hasta que me hice daño: aquel no era momento para ataques de ira, no; bien podía ser esa la última conversación que tuviera con él ... Una vez estuve más calmado, le miré a los ojos y le dije:

 

  • Prosiga, prosiga, por favor.

 

Él me miró pareciendo entender mi rabia, pero se limitó a asentir y continuó con la historia…

 

Yo nací tal día como un doce de abril, en Qosqo allá por 1539, fruto de aquellos dos, la princesa y el noble, que ni siquiera hablaban el mismo idioma, y que solo Dios sabe lo que sentían mutuamente. Fui bautizado con el nombre “Gómez Suárez de Figueroa” en honor a mis antepasados paternos.

 

A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él.

 

Pocos recuerdos conservo de mis años más jóvenes: apenas algunos fugaces de mi madre y sus criadas ocupándose de jugar conmigo y mantenerme entretenido…

 

Tendría yo unos cinco o seis años cuando una sangrienta guerra civil comenzó: la conocida como “La Gran Rebelión de Encomenderos”. Esta guerra se originó por la imposición de Nuevas leyes en el Imperio, las cuales prohibían ciertos abusos por parte de los conocidos como encomenderos sobre la población inca, limitando sus acciones. Como resultado, los encomenderos se rebelaron, capitaneados por Gonzalo Pizarro, contra las tropas leales al rey Carlos I, el cual había aprobado esa norma.

 

Mi padre luchó en un principio a favor de las tropas realistas, mas posteriormente, se vio forzado a enrolarse en el bando rebelde para luchar a las órdenes de Gonzalo Pizarro (hombre benevolente y honrado, según mi parecer), pues los encomenderos, antes de que mi padre cambiara de bando, incluso llegaron a cañonear nuestra casa.

 

Sin embargo, no duró mucho luchando de parte de los encomenderos, pues a las primeras de cambio y como hicieron muchos gonzalistas durante la batalla de Jaquijahuana, desertó y se unió a las tropas realistas, las cuales finalmente ganarían la guerra en 1548. Por este cambio de bando, las malas lenguas le pusieron el despectivo título del “Leal de las tres horas”, hecho que más tarde me influiría a mí mismo.

 

Ya con una edad más avanzada, y gracias a la elevada posición social de mis padres en cada una de las sociedades, entré en una escuela en la que recibí una esmerada educación, a cargo de don Juan de Alcobaza. En esa escuela coincidí con los hijos, también mestizos, de Francisco y Gonzalo Pizarro.

 

A su vez, mi madre completó mi educación en mi propia casa, instruyéndome en el idioma de mis mayores y la historia de mi familia. Todo ello despertó en mí un gran deseo de conocer más a fondo la magnificencia del Imperio de mi familia materna.

 

En el año 1549,  mi familia se destruyó por completo, pues, mi padre, haciendo caso de una recomendación real – que aconsejaba a los encomenderos contraer matrimonio con doncellas hispanas – se casó con Luisa Martel de los Ríos. Tras su boda con ella y quién sabe si lo hizo por librarse de mi madre, favoreció el casamiento de ella con el señor Juan del Pedroche. Nos separaron a mi hermana y a mí, yéndose ella con mi madre y  quedándome yo con padre. Además de destruir mi familia, aquel hecho rompió mi corazón. Tenía yo diez años por entonces.

 

Mi adolescencia fue una etapa verdaderamente sombría, oscurecida debido a la gran cantidad de guerras civiles entre los colonizadores.

 

En 1550, estuve un breve tiempo en la ciudad de Charcas, aunque más tarde volví a Qosqo, donde fui testigo de otro levantamiento más: el del capitán Francisco Hernández de Girón.

 

Lo recuerdo con absoluta presteza y exactitud: aquella fría noche de un 12 de noviembre de 1553, en la cual el capitán se rebeló y arrasó la casa del corregidor de la ciudad, tomando a este último preso.

 

Vienen a mi mente las amenazas proferidas por ese infame y rebelde capitán, así como el miedo y temor que sentí esa misma noche al ayudar a mi padre, por aquel entonces alcalde ordinario de la ciudad de Qosqo, a escapar de los insurgentes por los tejados de los edificios de dicha ciudad. Nunca olvidaré la tensión de esa noche; aún me sigue atormentando en pesadillas hoy en día.

 

¿Tan volátil y destructiva es la naturaleza humana? No me podía ni imaginar la cantidad de guerras que habían tenido lugar en América. Y todo por el ansia de poder. Era sin duda uno de los dramas más notables de la actualidad en el mundo y requiere solución ya. ¡Cuánta sangre inocente derramada! ¡Cuán cruel es este mundo!

 

El señor Inca pareció advertir otra vez en mi rostro lo que estaba pensando, porque dejó de hablar y me miró con una especie de mudo entendimiento.

 

Acordé conmigo mismo rezar por la paz en el mundo y me dispuse a seguir escuchando su historia. Le dirigí una mirada a mi padre, que continuó con la historia...

 

Bueno, al menos mi padre, tras el desagradable episodio y la muerte del anterior corregidor, fue nombrado por la Real Audiencia de Lima, el sucesor de este último. He de decir, que yo le ayudé en algunas tareas que había de desempeñar él, como por ejemplo, escribir cartas, llevar la contabilidad de los tributos que debían de pagarle los indios… Esta colaboración y la convivencia día a día, favoreció a nuestra relación de manera bastante positiva.

 

Mi padre, falleció el triste día de un 18 de Mayo 1559, en Qosqo. Me dejó en su testamento unos cuatro mil pesos, quiero creer que por la alta estima en la cual me tenía, para que viajara a España y estudiara allí.

 

Cumpliendo con sus deseos, el día 20 de enero de 1560, partí desde Qosqo hasta España. El viaje fue largo y peligroso, pasando por urbes como son Anta, Apurímac, Pachacámac, Lima, Cartagena de Indias, Panamá, y haciendo escala en las islas Azores. Gracias a Dios Todopoderoso, pude burlar la muerte y llegar sano y salvo al puerto de Lisboa, ciudad del reino de Portugal en 1560.

 

Tras un breve paso por Portugal y las ciudades castellanas de Badajoz y Sevilla, llegué al municipio de Montilla, pequeña localidad cercana a esta en la que ahora nos encontramos. Allí pasé treinta años de mi vida, muchos de los cuales bajo el amparo de mi tío, el jubilado capitán Alonso de Vargas.

 

El año 1561, decidí partir hacia Madrid, con el objetivo de recibir de la Corona ciertos bienes en virtud de la labor desempeñada por mi padre en las conquistas en las indias…

 

  • Señor Inca, sé de lo inoportuno de mi interrupción. Mas, he de hacerle una pregunta, ¿por qué dijo que el hecho de que a su padre le llamaran despectivamente “el leal de tres horas” influiría en su vida? Por lo que ha contado por ahora, no tuvo ninguna consecuencia.

 

El Inca me miró con una expresión extraña. En  su rostro se dibujó una sonrisa cansada, en la que pude detectar un poco de… ¿ironía, tal vez?

 

  • Eso era lo que me disponía a narrarte justamente a continuación.

  • ¡Ah! Prosiga, pues, y disculpe mi ignorante interrupción.

  • No te preocupes. Continúo con mi relato…

 

En aquella gran ciudad conocí una gran incontable cantidad de personas interesantes, alguna de las cuales me sirvió de gran ayuda para la futura publicación de mis libros. No obstante tuve que volver a Montilla frustrado, pues el Consejo de Indias, influenciado por el infame castellano Lope García de Castro, desestimó mi petición, al considerar que durante una de las numerosas batallas- concretamente, la de Huarina- que tuvieron lugar durante la Revolución de los Encomenderos, mi padre proporcionó un caballo a Gonzalo Pizarro para que pudiera salvar la vida. Sin embargo, sí obtuve permiso para ir a las Indias tras (haberlo solicitado en 1563), adonde quería retornar.

 

No obstante, nunca regresé al Perú, pues, enterado yo de que Lope García de Castro – de quien no esperaba obtener ningún favor - iba a ser nombrado nuevo gobernador de las indias, toda mi apetencia de volver allí se esfumó.

 

  • Otra vez le interrumpo señor pero… Usted dijo que le bautizaron con el nombre Gómez Suárez de Figueroa, así pues, ¿cuándo decidió cambiárselo al nombre con el cual actualmente se le conoce?

  • Tu pregunta no puede ser más oportuna:

 

Una vez en Montilla, en noviembre de 1563, aconsejado por mi tío (quien había servido durante cuarenta años a la Corona como militar con el sobrenombre de Pedro de Plasencia) decidí cambiarme mi nombre. Primero, me lo cambié a Gómez Suárez de la Vega, para posteriormente, sustituirlo definitivamente por Garcilaso de la Vega - al que antepuse “el Inga”, para que mi nombre no coincidiese con el de mi antepasado, el célebre poeta Garcilaso de la Vega-. Deseaba, tras la manera con la que Lope García de Castro había mancillado su memoria, revivir el recuerdo de mi honorable padre y reivindicar su honor. Además, me sobrevino un fuerte deseo de cambiar de proyecto de vida e integrarme en la sociedad española entroncando con mi familia castellana, y pensé que una de las mejores maneras de hacerlo era precisamente esa, cambiarme el nombre.

 

En 1564, me surgió el deseo de alcanzar el honor que se me restaba por mestizo con la espada y decidí comenzar mis “aventuras” soldado. Serví en las  guarniciones de Navarra e incluso llegué a partir hacia Italia como militar para participar en las campañas de allá, pero, sin embargo, no duraría mucho tiempo seguido al servicio de la Corona, pues en 1565 ya estaba de vuelta en Montilla.

 

Tras una estancia de varios años en Montilla, durante la cual fui padrino de varios bautizos y viví cómodamente bajo la protección de mi tío Alonso, impulsado por el deseo de seguir los pasos como miliciano de mi padre y de conseguir una mayor fuente de ingresos, decidí emprender la carrera militar.

 

En 1569 , los moriscos se amotinaron y se sublevaron en las Alpujarras granadinas, y yo vi la oportunidad perfecta para empezar mis “aventuras”. Así pues, me alisté en la mesnada señorial de mi pariente el marqués de Priego, Alfonso Fernández de Córdoba y Figueroa, y participé en algunas de las escaramuzas que tuvieron lugar en dicho lugar, principalmente en las de 1570.

 

Mi buen desempeño en dicha guerra, me permitió ganar el título de capitán, como mi padre, aunque no quise seguir ascendiendo de rango, pues me vi, de repente cargado de deudas de la guerra. Viendo que, si seguía de capitán esa deuda no haría sino aumentar hasta arruinarme, decidí abandonar mis ambiciones militares. Además, el ser mestizo fue una importante complicación, pues nunca se me tuvo en tan alta estima como a los otros capitanes.

 

Otro hecho que, sin duda me influyó a la hora de volver a Montilla fue la muerte de mi tío – a quien Dios tenga en gloria - ese mismo año. Don Alonso, generosamente, me otorgó una parte considerable de la herencia, mejorando así bastante mi precaria situación económica. No obstante, tuve algunos problemas con dicho legado, teniendo incluso que sufrir las desagradables consecuencias de un pleito en torno a ella…

 

En 1571, me llegó la noticia de la muerte de mi madre, la cual me entristeció profundamente. Ella se acordó de mí en su testamento, legándome en él la chacra de coca de Havisca – que yo mismo le había regalado a ella tras irme del Perú-, la cual vendí sacando una valiosa renta…

 

En aquel momento, se oyó un suave golpe en la puerta y, tras el consentimiento de mi padre, la señora Francisca entró en la habitación cargada con una bandeja que contenía torrijas de un aspecto delicioso y llenando la habitación con un ligero olor a té. Una vez dejó la bandeja en el escritorio, de tal manera que yo pudiera coger una taza, le dio otra al señor Inca, que levantó la espalda de la cama para evitar que el caliente contenido de la taza se vertiese a las sábanas. Doña Francisca fue a darle una torrija, pero él negó con la cabeza. Yo cogí un dulce para ver qué tal estaban, resultando tener estos un sabor deleitable.

 

  • Muchas gracias por estas delicias, doña Francisca. – dije – Verdaderamente, estas son de las mejores torrijas que he probado en mi vida.

 

Ella asintió secamente, aunque fui capaz de advertir en sus ojos un fugaz destello de gratitud. A continuación, dirigiéndose al escritor preguntó:

 

  • ¿Hay algo más que requiera de mí, señor?

  • De momento no, doña Francisca. Puede retirarse – una vez el Inca acabó la frase, una tos ronca salió de su garganta y estuvo a punto de derramar y soltar la taza de té que sostenía.

 

La criada advirtiendo el peligro de la taza, la cogió y miró con recelo al señor de la casa.

 

  • Si no le importa, señor,  que escuche su conversación, haría bien en quedarme al lado de la puerta, vaya a ser que en su enfermedad le ocurra cualquier desdicha que yo pueda evitar con mi presencia.

  • Muy bien, doña Francisca, como usted disponga, pero… - la sirvienta le dirigió una mirada que no admitía réplica y se situó de pie junto a la puerta – Bueno, como desee, mas no veo necesidad. Siéntase libre de participar en la conversación cuando quiera. Diego, ¿podrías recordar a esta mente anciana por qué parte había sido interrumpido mi relato?

  • Tras la muerte de su madre, señor Inca y la venta de la chacra de coca que le había otorgado en su testamento – miré con algo de dureza a la criada, que se afanaba en remendarse una parte de su vestido, por su intromisión en lo que estaba siendo hasta entonces una conversación privada con mi padre.

  • Muy bien, continúo desde ese punto…

 

Durante el resto de mi estancia en Montilla, que aún duraría veinte años más, desarrollé un gran gusto por la literatura y el estudio, así como la cría de caballos. – esta última afición ya la había descubierto un poco durante mi estancia en Qosqo, ya que mi padre poseía unas grandes caballerizas que despertaron mi pasión – De tal manera preservé esta última afición, que llegué a ganar concursos que acreditaban a algunos de mis caballos como unos de los mejores sementales del año.

 

Irónico, ¿no es así? Mis caballos aclamados por ser pura sangre, y yo, su propietario, repudiado y rebajado hasta el nivel de los más simples plebeyos por mestizo. Aun así, como he dicho antes, no me arrepiento de serlo; más bien al contrario, para mí no hay mayor honor que compartir sangre con las familias más dignas de la nobleza castellana, como es la de mi padre, y a la vez hacerlo con la de los poderosos reyes Incas: es, pues, entre otras cosas, ese honor que tengo y otros no comprenden, uno de los motivos que me hizo también cambiar de nombre.

 

Durante mi estancia en Montilla, así como desarrollé las pasiones que he descrito anteriormente, también adquirí una gran fe religiosa, la cual me acompaña hasta la actualidad y me llevó, en 1579 a tomar órdenes menores.

 

Bueno, sea como fuere, ayudado por el teólogo Pedro Sánchez de Herrera, intenté alcanzar con pluma lo que no pude alcanzar con espada, y para ello quise escribir obras originales que me hicieran ser recordado en el futuro y aumentaran mi prestigio. Sin embargo, antes de emprender el difícil proyecto de crear y escribir una obra original e inédita, y en un intento de entrenar mi uso del lenguaje y de poner aprueba mis dotes de escritor, decidí hacer primero una traducción. Quise hacerla de una de las obras más famosas de la prosa en nuestra época: los “Dialoghi d’amore” del portugués Judah Abravanel, conocido en este reino como León Hebreo.  Escogí entre otros motivos, esta obra, porque tenía una cierta sutileza intelectual y  afinidad espiritual a mi ser y porque en los numerosos ratos libres que me proporcionaba mi desocupación, esa obra me cautivó especialmente.

 

Y así fue, la traducción fue acabada en 1586, y publicada en 1590, cuatro años más tarde, con el título de: “La traduzion del indio de los tres Dialogos de Amor de Leon Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilasso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeça de los Reynos y Prouincias del Piru”. Esta traducción tendría una gran importancia en mis posteriores obras, sobre todo en “Los Comentarios Reales”, la que yo considero mi obra más relevante.

 

A partir del año 1588, comencé a ausentarme cada vez más tiempo de la casa de mi tío en Montilla, durante periodos de tiempo más o menos largos, ya que en Las Posadas - en la ciudad en la que actualmente nos encontramos - conocí al veterano capitán Gonzalo Silvestre, quien me aportó sus recuerdos sobre la expedición de Hernando de Soto a la Florida, con motivo del próximo libro que quería escribir: “Historia de la Florida y jornada que a ella hizo el gobernador Hernando de Soto”. Título que, finalmente ha quedado sintetizado en “La Florida del Inca”

 

Apreté los puños, ese mismo año, durante el que tanto tiempo se había ausentado, fue el año de mi nacimiento. Otra vez la rabia nubló mi corazón y mi mente, ¿cómo podía ser tan frío? Pasa muchos años seguidos sin moverse ni siquiera de Montilla y, justo el año en el que le nace su único hijo decide desaparecer durante grandes temporadas de la ciudad. Nunca lo entenderé…

 

Por otro lado, a los oídos de mi queridísima madre, que fuera ama de llaves de don Alonso – el tío del Inca- , llegó la noticia de que un capitán Garcilaso de la Vega apareció, durante una de sus ausencias de mi padre, en  el tercio de infantería de Agustín de Mexía, que embarcó en la llamada Armada Invencible. Si ese Garcilaso de la Vega fue o no mi padre, es algo que desconozco y que, en verdad, tampoco tengo muchas ganas de saber.

 

Y fue en 1591 cuando di final a la etapa de mi vida durante la cual estuve viviendo en la ciudad de Montilla, llevándome conmigo toda la sabiduría procedente de la biblioteca de esta casa y una innumerable cantidad de buenos recuerdos. Los motivos de mi partida fueron diversos, si bien el motivo principal fue la búsqueda de más información que pudiera serme útil: todos los libros de la biblioteca que me podían haber servido de ayuda, ya me los había leído y necesitaba mayores fuentes de información para mis obras. Es por eso por lo que me mudé a Córdoba, donde además, contaba con la ayuda de mi mentor y amigo Morales, y donde podría a buen seguro ampliar y consolidar sus contactos amistosos con hombres de letras y clérigos instruidos.

 

En el año 1596, yo ya tenía casi completamente acabada “La Florida del Inca” (tras la muerte en 1592 de Gonzalo Silvestre y haber consultado la información recibida con otros conquistadores), si bien mi traducción de los “Diálogos de amor”, fue prohibida por el tribunal de la Inquisición, por considerarse que era un libro inapropiado para circular libremente en lengua del vulgo. Acaté el dictamen, aunque más tarde, intenté – sin éxito – que la obra se reimprimiese… Esa prohibición, junto con algunos problemas económicos constituyeron mis mayores preocupaciones y contrariedades por entonces.

 

Durante esa década (1591-1600) también trabajé en algunas obras y proyectos  menores (Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, Proyecté volver las ” Liçiones de Job apropiadas a las pasiones de amor” de Garci Sánchez de Badajoz a su sentido espiritual…) Además,  en ese periodo recopilé una gran cantidad de información para los Comentarios Reales.

 

En 1597, decidí dedicarme a la religión y comunicárselo a todo el mundo en un documento que yo mismo escribí, en el que simplemente me describí como “clérigo”. Es por eso que me hice propietario de una casa cerca de la Catedral de Córdoba (en la calle del Deán).

 

A partir de ese punto, yo mismo conocía con gran detalle los distintos hechos que tuvieron lugar en su vida. No obstante y curioso de cómo los podía contar él personalmente, seguí escuchando sin interrumpirle.

 

En el año 1605, fue impresa, por fin “Historia de la Florida y jornada que a ella hizo el gobernador Hernando de Soto” en Lisboa, tras un largo proceso de pulimento y redacción.

 

Y los “Comentarios Reales”, tras finalizar la recopilación de información y su redacción, fueron finalmente impresos en Lisboa el mismo año de su colofón: 1605. Te pregunto ahora, considero esta una de mis obras más importantes y trabajadas, así, pues, ¿sabes del tema tratado en esa publicación?

 

  • Por supuesto, señor, ¿cómo no iba a saberlo? ¿Cree usted que no lo he leído? – le pregunté yo, a su vez, con incredulidad – Como sacristán de la Catedral de Córdoba considero un deber el ser culto, y procuro así leerme las obras que supongo más relevantes.

  • Yo no sé nada acerca de esa obra suya – contestó Francisca.

 

 Levanté la vista y contemplé con incredulidad y cierto enfado a Francisca, ¡cómo podía irrumpir de tal manera en la conversación! La joven sirvienta estaba ruborizada y mantenía la mirada fija en el suelo. Sin embargo, antes de que pudiera decirle nada, el señor Inca contestó:

 

  • Diego, quiero suponer que tú sabrás mejor que nadie el contenido de mi volumen, mas la pregunta no iba dirigida hacia ti. Ahora estamos tres en la sala y os hablo a los dos, como ya afirmé y confirmo ahora, y no a ti únicamente – me miró con una mezcla de decepción y de enfado que me ruborizó e hizo que mirase al suelo, en una expresión semejante a la que había tenido Francisca unos instantes antes. Aparentemente satisfecho con mi reacción y con un tono de voz menos duro, el Inca continuó hablando, todavía dirigiéndose a mí – No olvides que hay gente que no tiene las mismas posibilidades de acceder a conocimientos que tú. Aunque hayas alcanzado la mayoría de edad, sigo siendo encargado de tu educación y responsable de tus actos – acto seguido, hablando ahora con la sonrojada criada, dijo – No se preocupe; doña Francisca, le dije que se sintiera usted libre de participar en la conversación cuando quisiera. Procedo a contar el argumento y la finalidad con la que escribí esa obra, si no le importa.

  • Sería un honor, señor.

  • Bien, puede que le resulte un poco tedioso, mas, para que entienda el por qué de la redacción, me veo obligado a contarle ciertos aspectos sobre mi vida…

 

Mi padre procedió, entonces, a contarle, de manera más resumida y concisa, lo que me había relatado a mí, antes de que ella llegara. Francisca escuchó seria y sin interrumpirle, por lo que el Inca acabó pronto de narrar sus experiencias pasadas. Después, continuó, refiriéndose a los “Comentarios Reales”.

 

Los “Comentarios Reales” son mi obra más trabajada, y, por ende, de la que más orgulloso me siento. Tuve que consultar gran cantidad de fuentes distintas, en muchas ocasiones, cuanto menos, contradictorias. Ello radica en la multiplicidad de citas, recuerdos y la gran cantidad de información que contiene, únicamente sobre una unidad de tema, espacio y tiempo: el “Imperio Inca”. Están divididos en 9 libros de 262 capítulos. La principal finalidad que tuve al escribir la obra fue la de desmentir otras crónicas, generalmente españolas, que sostenían que el Imperio Inca era un reino de barbarie y crueldad, incivilizado y de prácticas macabras. Nada más lejos de la realidad, el Imperio incaico fue un territorio muy desarrollado y próspero, en el cual no se producían ningún tipo de sacrificios humanos y destacaba por su floreciente cultura.

 

El cometido principal de la obra no fue meramente describir  los hechos de los incas y su civilización, como algunos creen. Su principal objetivo fue ennoblecer a los aborígenes americanos, menospreciados en otras crónicas, resaltando su cultura y sus valores éticos.

 

Es por eso por lo que la considero tan importante y espero que las futuras generaciones coincidan conmigo en ese aspecto y sepan apreciarlo.

 

Una vez acabé mi proyecto, me propuse escribir una Segunda Parte de los Comentarios, a la que titularía precisamente así.

 

La Segunda parte de los Comentarios Reales  trata el descubrimiento del, y como lo ganaron los españoles, las guerras civiles que hubo entre Pizarros, y Almagros, sobre la partida de la tierra, castigo y levantamiento de tiranos, y otros sucesos particulares, la mayoría de los cuales yo viví personalmente y, por ello, garantizo su veracidad, si bien también certifico su subjetividad. En este volumen también hice elogio de mi querido padre, en otro intento más de limpiar la mancha que cierto ricohombre infame, de cuyo nombre no quiero acordarme más, puso sobre su memoria y honor.

 

Esta obra la dividí en 8 libros, que contienen en total 268 capítulos. Está ésta ya completamente terminada, mas todavía no ha sido encuadernada, y siento que nunca llegaré a verlo acabado…

 

Con setenta y siete años mi vida se acaba ya, como una vela consumida por el aliento de la muerte… Por eso hoy día 18 de abril de 1616, doy mi testamento, y con ello la mayor parte de mis pertenencias a mi único heredero, que eres tú, Diego de Vargas. Con esto acaba mi historia; espero que puedas apreciar lo que te he contado para que nunca caigas, por ejemplo, en los mismos errores que los Conquistadores del Perú, llevados por la soberbia y el ansia de riquezas, que son algo que abunda hoy en día .

 

Miré al Inca y él me devolvió una mirada serena y seria. Esta vez se dirigía solo a mí y no a los dos – a Francisca y a mí –. Tras un breve intercambio de miradas, continuó hablando.

 

Espero que, al contrario de muchos cronistas de hoy en día, las personas del futuro sepan apreciar por su valor real al Imperio Inca, así como a los indígenas y a los mestizos.

 

Espero que se me recuerde por indio y por español, por capitán y literato, por historiador y novelista, por príncipe y noble, por pobre y desvalido. Espero que se me recuerde por mis buenas obras, las que he hecho a los demás y a Dios. Espero que se me recuerde como ilustre escritor.

 

Muero reconciliado conmigo mismo, con mi parte castellana y mi parte inca. Muero dejando un legado. Muero perdonando y pidiendo perdón a los demás. Muero en la misericordia de Dios, a quien me complace haber servido como clérigo. Muero como mestizo orgulloso de ser quien soy y de lo que me han hecho ser los demás.

 

Dicho esto, dejó de hablar y se me quedó mirando fijamente. En sus ojos distinguí una chispa de orgullo y felicidad. Decidí rezar esa noche por él.

 

  • Te pido por lo que empezamos hablando hoy, te ruego que tú te encargues de mi entierro, como sacristán, en la Capilla de las Ánimas de Córdoba. Además, os dejo una renta vitalicia a ti y a tu madre, criada mía, doña Beatriz de Vega, una renta vitalicia de ochenta ducados por año.

 

Mi corazón dio otro vuelco: ¡sí que nos iba a dejar algo! Efectivamente, ochenta ducados al año no era mucho dinero, mas, al menos se había acordado de mí y de mi madre en el testamento. La alegría iluminó mi rostro.

 

  • Gracias, señor por sus amables palabras y por su benévola donación. Como le he dicho anteriormente, no hay mayor honor para mí que el encargarme de que reciba el entierro que sin ninguna duda merece.

  • No, no quiero un entierro pomposo, sino uno humilde, de acuerdo con el estilo de vida de mis últimos años. – el Inca se incorporó y añadió, extendiendo sus brazos y con una máscara de felicidad en la cara - Ven Diego, abrázame.

 

Le abracé con fuerza. Una lágrima cristalina humedeció mi mejilla. Una vez dejamos de abrazarnos y me dispuse a salir de la habitación, no sin antes despedirme, quizás con un poco de sequedad, de doña Francisca.

 

  • Señor Inca, Dios le tenga en su Gloria.

 

 

 

El Inca Garcilaso de la Vega murió pocos días más tarde de dictar su testamento, en el cual no otorgó ningún bien a su hijo. En cuanto a la fecha exacta, se desconoce, algunos libros dicen que el día 22 de abril; otros, el día 23; y unos terceros, el día 24; si bien en su lápida aparece escrito el día 22 de abril. Su hijo, Diego de Vargas, cumplió su palabra y se encargó de su entierro en la Capilla de las Ánimas de la Catedral de Córdoba, y lo enterró como el caballero, que, sin duda alguna, era.  Su último libro, “Segunda parte de los Comentarios Reales”,  que con el tiempo fueron llamados “Historia general del Perú”  fue publicado en el año 1617, un año después de la muerte del escritor, en la ciudad en la que había vivido sus últimos años (Córdoba). Hace unos  años, el rey de España, don Juan Carlos I, permitió a los peruanos que se llevaran parte de las cenizas del insigne escritor a la ciudad de Cuzco, en la cual había pasado gran parte de su infancia y adolescencia, cumpliendo así el deseo del Inca de volver a América y expresando así en su totalidad la condición de mestizo de la que había estado orgulloso el Inca.

 

Los “Comentarios Reales”, así como “Historia General del Perú”, fueron prohibidos desde el año 1782 (a raíz del levantamiento de Túpac Amaru) hasta el año 1918, por considerar el rey de España Carlos III, que de ellos aprendían los naturales “muchas cosas inconvenientes”.

 

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